El tio Lalo

Mi tío Lalo era un médico de pueblo chico, de esos a los que les pagan con gallinas, huevos o bandejas de humita. Cada tanto un buen poncho de vicuña o alguna manta tejida a mano. Alguna vez me regaló una de esas mantas de lana de llama, pesadas y calientes como una estufa.
Vivía en Belén, Catamarca, al norte de Argentina, para quien no lo sepa.
Era un tipo enorme. Un grandulón bueno, querendón y querible. Las pocas veces que estuvo de visita en casa, cuando era chico, lo paseaba por Buenos Aires y el tipo tenía que acortar los pasos de sus patas largísimas para que no me quedase detrás con mi metro terinta de los trece años. En esos paseos, charlábamos, sabía preguntar y sabía contar. Y me regaló unos tiradores a rayas, blanco y negro.
Pasé un mes en su casa de Belén, con mis primos, también en esa época de adolescente. Y después me distancié; nos distanciamos. Cosas de país enorme con la familia desperdigada por todos lados. Pocas veces más lo ví al tío Lalo.
Hace unos días, garabateando en una libreta me acordé mucho de él, por el personaje que estaba dibujando. No se le parece, ni un poco, pero me lo recuerda.
Esta mañana, el tío Lalo se las tomó para el otro barrio.
Un salúd por el tío Lalo.